Conversación en la habitación 515

Era una tarde más cumpliendo condena en aquella habitación de sanatorio.
El calor se volvía por demás pegajoso cuando otra vez el dolor se colaba por debajo de las sábanas hasta mi rodilla. Como la mordedura de un perro enfurecido y rabioso, una y otra vez, sobre aquella bendita rodilla.

Me acaricié solo para asegurarme, dentro de esa cama no había perros, ni gatos, ni nada que se le pareciera. Dos piernas, solo había dos piernas envolviendo a mis huesos cascados por el tiempo y por el simple hecho de ser y haber sido.
Fue en aquel momento que decidí hablarle de mi historia, como quién cuenta la dramática novela de las tres de la tarde a la vecina del departamento de al lado:

- Te lo digo porque lo viví. Nadie debería faltarte el respeto, quien te lo falta una vez, lo faltará dos y luego tres.

Mi compañera de celda, entubada y ya dormida en la cama de al lado jamás hubiera sospechado como envidié en aquel momento, al menos un poco, su ración diaria de oxígeno artificial.
Continué solo para no terminar de ahogarme:

- Existe aquel amor que quiere, respeta, acompaña y es fiel- dije resbalando con suavidad una certeza inconmovible.

Allí sentada, casi a los pies de esa opaca cama, me miraba con los ojos saltones, de esos que saltan y asaltan a preguntas eternas.

- Todo eso, todo eso... ¿Podría encontrarse así, en una sola persona? - preguntó sonriendo impávidamente como lo hacen los niños cuando avistan en los adultos una mentira descomunal.

- Claro que si- dije, casi sin dejarla finalizar la frase, rematando al mejor postor mi última ilusión en un conjunto de palabras.

Después de todo aquel dolor lacerante en la rodilla valía la pena ser vivido.


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